La enemiga compañía
Jesús Galea
A mi
edad de 22 años, siempre tengo buenos recuerdos de días grises, en los cuales el frío ardiente es el protagonista,
de nubes llorosas, en los que una taza de café abraza en el cuerpo y un buen
libro al intelecto, pero en el vestigio de mi infancia, hay ocasiones donde un
pasillo de hospital vacío, sillas metalizadas como un bisturí y lado a lado señales
de todas las especialidades médicas, me acariciaban el temor de llegar a una
habitación, en donde me esperaban neumólogos y pediatras ansiosos por atacar a los
pulmones que gritaban con vehemencia, sin cesar con la voz del asma que tocaba
las puertas de la muerte; esto no se compara a esos días grises.
Antes de nacer, tan solo minutos, mi
mamá perdió demasiado líquido, como si yo
llorase excesivamente dentro su vientre. Cada gota de esa angustiosa
fuente cuando se rompe para dar a luz, le dio a mis primeros cuatro años de
vida, la compañía ideal: el asma. Fue mi enemiga y la quería expulsar de mis
inmaduros pulmones, pero ella no se iba. Se quedó ahí. Por cuatro años se quedó,
sin embargo, un día avivó esa tos, tuvieron que hospitalizarme por una semana.
Me lastimó. Sentía que me golpeaba por dentro, hasta dejarme sin aire, con arañazos
a mi garganta. Con miedo a dormir
por la asfixia. Solo me quedó apoyarme en el seno de mi madre y en el
regazo de Dios.
Ya acostado en esa camilla, mi desayuno
de nebulización, mi almuerzo de nebulización y mi cena de nebulización, no era
alimentación que un niño de cuatro años debía tener. Hastiado de inyecciones,
drogas lícitas e incluso, centenares de mezclas de plantas como remedios
caseros de la abuela. Todo un intento por salvar a un infante de las artimañas
del asma, que todos los días se intensificaba. Mi madre lloraba, mi padre la consolaba,
pero luego era su turno de soltar aquellas lágrimas, su único hijo estaba entre
la vida y el Ades. Entre el amor de Dios dándome fuerzas y la desesperación que
me producía mi enemiga, me hacían jadear, fatigado le pedía ávidamente al cielo que ya no quería estar así,
le insistía al doctor, como reclama un niño, que me curara de esa perversa y virulenta
compañía que me llenaba de dolor y alta consternación.
Cada
tres horas, en cada pinchazo, los médicos me decían:
-quédate tranquilo,
es como si te picase un zancudo.
-no quiero-
replicaba yo con tanta frialdad inocente para mi edad.
Respiraba y me cansaba, tosía y mi mamá
corría hacia mí, y la frase que
nunca se borrará de mi memoria: “todo esto pasa, ella ya se irá”,
haciendo referencia al asma. Fue una semana, queriendo despertar sin esa
enemiga que me invadía el cuerpo, que aturdía mi mente con pensamientos negativos,
y que angustiaba las entrañas de mi mamá al ver a su hijo irritado en sus
pulmones, pero pasó. Todo pasó. Con dolor, experiencia y cansancio por el peligroso
momento que duró una semana, aunque para mí y mi familia, hayan sido meses de
apesadumbrada situación. Curado estoy, gracias a Dios. Pero sin olvidar aquel
evento en mi remembranza.
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