lunes, 30 de noviembre de 2015

La enemiga compañía
Jesús Galea
A mi edad de 22 años, siempre tengo buenos recuerdos de días grises, en los cuales el frío ardiente es el protagonista, de nubes llorosas, en los que una taza de café abraza en el cuerpo y un buen libro al intelecto, pero en el vestigio de mi infancia, hay ocasiones donde un pasillo de hospital vacío, sillas metalizadas como un bisturí y lado a lado señales de todas las especialidades médicas, me acariciaban el temor de llegar a una habitación, en donde me esperaban neumólogos y pediatras ansiosos por atacar a los pulmones que gritaban con vehemencia, sin cesar con la voz del asma que tocaba las puertas de la muerte; esto no se compara a esos días grises.
Antes de nacer, tan solo minutos, mi mamá perdió demasiado líquido, como si yo  llorase excesivamente dentro su vientre. Cada gota de esa angustiosa fuente cuando se rompe para dar a luz, le dio a mis primeros cuatro años de vida, la compañía ideal: el asma. Fue mi enemiga y la quería expulsar de mis inmaduros pulmones, pero ella no se iba. Se quedó ahí. Por cuatro años se quedó, sin embargo, un día avivó esa tos, tuvieron que hospitalizarme por una semana. Me lastimó. Sentía que me golpeaba por dentro, hasta dejarme sin aire, con arañazos a mi garganta. Con miedo a dormir por la asfixia. Solo me quedó apoyarme en el seno de mi madre y en el regazo de Dios.
Ya acostado en esa camilla, mi desayuno de nebulización, mi almuerzo de nebulización y mi cena de nebulización, no era alimentación que un niño de cuatro años debía tener. Hastiado de inyecciones, drogas lícitas e incluso, centenares de mezclas de plantas como remedios caseros de la abuela. Todo un intento por salvar a un infante de las artimañas del asma, que todos los días se intensificaba. Mi madre lloraba, mi padre la consolaba, pero luego era su turno de soltar aquellas lágrimas, su único hijo estaba entre la vida y el Ades. Entre el amor de Dios dándome fuerzas y la desesperación que me producía mi enemiga, me hacían jadear, fatigado le pedía ávidamente al cielo que ya no quería estar así, le insistía al doctor, como reclama un niño, que me curara de esa perversa y virulenta compañía que me llenaba de dolor y alta consternación.
            Cada tres horas, en cada pinchazo, los médicos me decían:
-quédate tranquilo, es como si te picase un zancudo.
-no quiero- replicaba yo con tanta frialdad inocente para mi edad.

Respiraba y me cansaba, tosía y mi mamá corría hacia mí, y la frase que nunca se borrará de mi memoria: “todo esto pasa, ella ya se irá”, haciendo referencia al asma. Fue una semana, queriendo despertar sin esa enemiga que me invadía el cuerpo, que aturdía mi mente con pensamientos negativos, y que angustiaba las entrañas de mi mamá al ver a su hijo irritado en sus pulmones, pero pasó. Todo pasó. Con dolor, experiencia y cansancio por el peligroso momento que duró una semana, aunque para mí y mi familia, hayan sido meses de apesadumbrada situación. Curado estoy, gracias a Dios. Pero sin olvidar aquel evento en mi remembranza.